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Villa Julita - Filadi Curto

Villa Julita
Filadi Curto




Al otro lado de la verja me esperaba, como antaño, la vieja casona indiana. Parecía que el tiempo se había parado tras las lanzas herrumbrosas que la guardaban, una vez traspasadas, los treinta años que me separaban de mi última visita a Villa Julita parecían haber desaparecido.
Volví a encontrar su gran puerta blanca abierta de par en par, sus escaleras de entrada invitándome a pasar. Necesitaba mirarlo todo, recrearme en un pasado que permanecía inalterable pese a los pequeños cambios domésticos. Me encontré con la luminosa luz de un espléndido día de verano y me pareció que nunca había visto otra en aquella casa que no fuese así, alegre, brillante, acogedora. Mi memoria se negó a devolverme los días grises y lluviosos que esta tierra nos regala con abundancia. Solo había luz en mi recuerdo, tal vez la añoranza de una adolescencia lejana.
El pasillo me recibió bajo su hermoso artesonado, imitación de otros más nobles, pero no más dignos. Mis ojos lo buscaron todo, lo miraron todo, tratando de encontrar en aquel cúmulo de recuerdos de muchas vidas, los míos propios y entre todos los vi allí, llamándome, aquellos candelabros que tantas otras veces había observado por su forma peculiar, seguían en el mismo lugar ¿O no?, con su bronce pulido y sus garras afiladas, dispuestas a sostener una vela siempre invisible, me transportaron definitivamente a otros tiempos. Y así crucé el umbral de la puerta del salón, el mobiliario había cambiado, los jóvenes de antaño ocupaban algunas sillas ya convertidos en hombres maduros, pero el lugar estaba impregnado de su recuerdo, Locuca estaba allí, sentada en el gran sofá de mi memoria, con las piernas sobre la mesa baja, descansando sus gruesos tobillos sobre un cojín de terciopelo. En el aire otras dos personas unidas a ella para siempre, Pepe Luis, tras su silencio eterno y su bigote cano y Julita, en su continuo que hacer, sentada bajo la luz de la lámpara de pie, haciendo mil y un arreglos de ropa para sus sobrinos.
No quise volver al presente, continué deambulando por las estancias reencontrando mis recuerdos, la hermosa galería en forma semicircular me recibió desbordada de alegría, con sus ventanas abiertas dejando entrar el calor del final del verano, poseída por una luz intensa y miré el pequeño jardín, desaliñado, nunca había visto tan hermosa la buganvilia cargada de flores.
Me transporté de un lugar a otro sin saber como, y mirando al techo descubrí un cielo azul y unas golondrinas posadas en unos cables de la luz, las recordé siempre allí, en el cuarto de la plancha. Mis pies siguieron peregrinando, se encaminaron hacia el lugar más especial, a aquel que nos proporcionaba, muchos años atrás, un refugio fuera del alcance de los adultos, la torre. La subida había cambiado, ya no encontré los antiguos baúles llenos de ropas elegante de otras épocas, con los que nos disfrazábamos, tan solo la escalinata que me llevó hasta el habitáculo reducido desde el que se contemplaban los alrededores. Los múltiples ventanales y el blanco impoluto iluminaron el lugar hasta hacer visibles las fiestas de cumpleaños de antaño. las caras de las personas que en otros tiempos pasaron por nuestras vidas y la de quien se fue prematuramente. Me recree en los recuerdos para emborracharme de ellos, para sentirlos fluir por mis venas.
Y volví sobre mis pasos y me despedí de la torre, de la casa, de la verja. Le dije adiós a Loluca, a Pepe Luis, a Julita, Le di la espalda a mi pasado sin olvidar que forma parte de mi, para continuar la vida, para reencontrarme con el presente, para abrazar a mis hijas.



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