Eduardo Martínez (de su libro Gris)
Me llega aquel olor, lejano y cercano a la vez. Rememoro un tiempo
que, en el fondo, seguramente nunca tuve. Y me arrepiento, no podría
ser de otro modo.
Infantil. Y violento a la vez, aunque parezca ilógico. Infantil por
la edad, tenía tres años. Violento, porque así fue el final. Su
final. Y recordándolo sentado en esta terraza, observo al resto del
mundo, que sigue su ritmo. Imperturbable, distante de todo lo mío.
Miro a la señora que ahora pasa por delante de mí, parece tener
prisa. Son las doce del mediodía, debe de ir a hacer la comida, para
ella, y seguramente para su familia. Me mira de soslayo, cuando
llegue a casa, ni se acordará de mí. Mejor.
Un niño, derrapando su bicicleta, a escasos dos metros de mí. Un
niño, un niño. Es mayor, o eso aparenta, de lo que era Francisco,
Paco, Paquito. Tenía prisa mi Paquito, quería darme un beso, un
besote decía él. Oigo en la lejanía, voces de mujer, de madre.
No, sólo están en mi cabeza. Las últimas voces de su madre, antes
del final. Lo intentó, la culpa no fue suya.
Lo sé, lo sé, lo sé. Yo no necesito pedir cuentas a nadie, ni a
ese Dios del que todo el mundo se congratula, ese al que en realidad,
nadie se las puede pedir. Y esa suerte que tiene.
Pero
no sé entonces con quién hablo en mi cabeza. Será Paquito. Él
hacia donde yo estaba, en el otro lado de la calle. Me mira. Me ve.
Surge en él de forma involuntaria, echar a correr. Hacia mí. Cuatro
carriles, era difícil, fue lo primero que pensé. Era difícil. Le
grito, no vengas, no cruces. Mi ventanilla subida. El botón. No
baja. El contacto. Mucho tiempo, y no lo hay. No me oye. La puerta.
Abrirla. La abro. Grito, grito más todavía, todo lo que pude. Y su
madre. Esas voces de mujer.
Esos gritos de madre.
Madre que ve la desgracia acercarse y decir; hola, ya estoy aquí.
Volumen rojo. Rojo y rápido, raudo, veloz. Camión, eso lo sé
ahora. Entonces no. Entonces sólo era lo que había que evitar. No
se pudo.
Golpe, ruido seco y sonoro. Un segundo de silencio. Otro golpe, el de
la caída a unos metros. Otro segundo, pero éste de violencia.
Mujer, madre paralizada e incrédula al otro lado de la calle. Calle
inolvidable para siempre. Y día, y hora, y minuto.
Desde arriba, alguien grita. Una ventana, supongo, no lo sé.
Sensación de frío polar en el pecho, como si algo se encogiera ahí
dentro. Irrealidad veloz, espiral y ascendente. No puede ser, no está
pasando esto. Ahora despertaré, no te preocupes.
No te apures Paquito, es un sueño. Pero por si acaso, ya en ese
momento, pienso que quiero estar al otro lado del sueño. Pero no
estoy. Y cómo lo siento. Cómo lo siento.
Paquito inmóvil. Y a su lado, rojo, como el camión. Mezcla de
colores imposibles. A mi pesar. Y al de todos, supongo. Lo pierdo
todo de vista. Sólo el niño, y a su alrededor, no hay colores ya.
Me arrodillo a su lado, consciente de que ya no podré hacer nada,
aunque lo intente. Pero tampoco me sale. Todavía hoy no sé por
qué. De repente, algo opaco, como un sudario, cubre toda la ciudad.
O mi mente, se me escapa. Los colores se escapan también, no sé a
dónde. La luz se ha muerto. Mejor, ya no la necesitare más.
Sigo aquí, ahora, en la terraza. Tengo la cara húmeda. Y el alma.
Al parpadear, se humedece más todavía. Las lágrimas se burlan de
mi destino. El mío ya no importa.
Han pasado casi ocho años. Para los demás. Para ella, para mí, no
hay tiempo, no existe desde entonces.
Ya no huele a niño. Mejor. Pero desde entonces, hay muchos olores
nuevos. A desesperación. A dolor abrumador e inabarcable, como la
propia desgracia gigante y burlona, sintiéndose orgullosa de todo lo
que origina.
Intento volver aquí, a esta terraza de verano. Es difícil. Sólo lo
intento. Y no es poco.
Hace sol, un buen día. Que lo disfruten.
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