Filadi Curto
Le nacieron en una cama humilde de una habitación alquilada, en la década de los cincuenta del siglo XX. Su padre pensó que el bebe que tenía entre sus manos se encontraría con oportunidades que él no había tenido, que sería lo que él nunca fue.
En
pocos años la familia accedió a una vivienda propia, en la que no
había que compartir la cocina, ni el baño. Tras la primera vino la
segunda, un poco más grande, con más comodidades. Nuestro
protagonista fue creciendo, se fue acercando pasito a paso al niño
que su padre deseaba, el que aprendía con rapidez, el que alcanzaría
los sueños que su progenitor tenía. Y así llegó a la Universidad,
y la dejó, y se fue a hacer su vida, a trabajar en una fabrica, como
su padre. Pero pronto empezó a plantearse aquella vida, la que
siempre había conocido, la que le habían vendido desde su
nacimiento como la adecuada. Y volvió a nacer a otra existencia,
distinta, ni mejor, ni peor, tan solo diferente. Y dejó de comer
carne, y renunció a los dulces que devoraba sin control y se fue al
campo en busca de una vida sencilla, con menos necesidades; con una
cama, un plato de comida poco elaborada y un lugar donde hacer sus
necesidades tenía suficiente. Fue entonces cuando lo hizo por
primera vez, construyó su primera letrina y la hizo con sencillez,
como todo lo que le rodeaba, con unos tablones y unas bisagras, para
hacer una puerta, para mantener la privacidad, la que conoció en el
primer piso que sus padres tuvieron en propiedad.
Se
convirtió en ciudadano del mundo y lo recorrió de un lado a otro,
cambiando de casa con frecuencia, compartiendo con otros las
viviendas antiguas por las que fue pasando y en cada una de ellas, él
construía una nueva letrina, para cubrir sus necesidades, para
mantener su intimidad. Se hizo experto en la construcción y cada
nuevo retrete era un poco más sofisticado. Dejó parte de su pudor y
el cubículo ciego de madera paso a tener vistas panorámicas, para
disfrutar del paisaje mientras el cuerpo se liberaba de todo aquello
que no necesitaba, para no perder un minuto de la vida sin ver la
maravilla de la creación. Y cada vez que era necesario limpiaba los
excrementos, con naturalidad, como parte de la vida que era.
Y nunca echó de menos el baño confortable de las viviendas urbanas, ni su hermosa cadena de dos botones, uno para ahorrar agua, el otro para arrastrarlo todo, con fuerza, para llevarlo más allá de la vista, al otro lado del tubo, allí donde parece que no se ve, como si se desintegrase. Él continuó haciendo letrinas, aireadas por su base, con su puerta de tablones y bisagras burdas que chirriaban como aviso, para no encontrar a nadie desprevenido, con su ventanal con vistas al monte, al lago o a la pradera, con sus escaleras para salvar el desnivel y sin pretensiones de ser otra cosa más que lo que era.
Y el constructor de letrinas continuará su camino por la tierra, de lugar en lugar, con su hatillo al hombro, portando sus rudimentarias herramientas; no necesitará más, con ellas llegará a otra aldea, a otra casa, donde construirá su nueva letrina, al lado del huerto que le dará de comer, hasta que el cuerpo le pida emprender la marcha para continuar descubriendo la vida.
1 comentario:
Me ha gustado mucho la sencillez de este relato, la manera de transmitir que, construyendo letrinas, iba construyendo también su propia vida. Un saludo.
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