Juanjo
Una de las leyendas es la de una cueva en la que hay dos cotrofes, uno está lleno de oro, naturalmente, de los moros, y el otro de unos polvos que te asfixian, nadie sabía distinguirlos y nadie los había encontrado aún, así que un día de junio, un amigo y yo nos armamos de valor y nos decidimos, pedimos a d. Deo, era el párroco, se llamaba d. Deogracias, la cuerda del campanario y cogimos, sin pedirlas, un par de velas, mientras caminábamos hablamos sobre ¿qué demonios serían un cotrofe?, él que era un rebotao, así llamábamos a los que habían estudiado en el Seminario, pero lo dejaban, les podía lo de la carne, dijo: “pues una tinaja, una tinaja bizantina”, ¡AH!, respondí yo, todos los rebotaos iban por Letras, nosotros, los que nos considerábamos más listos, íbamos por Ciencias, seguimos caminando e íbamos pensando: ¿cómo vamos a reconocer, si las encontramos, la vasija buena de la mala?, él muy serio respondió:
“Es sencillo, la que tenga un esqueleto cerca, esa será, porque todo el que trabaja con materiales peligrosos, corre riesgos, ésto es un axioma, una verdad que no necesita demostración”.
Un momento, un momento, que eso es un postulado, respondí yo, “una verdad que se admite y no necesita demostración”.
Y así, en estas discusiones y otras similares, con estos pensamientos tan profundos, llegamos a las Cuevonas. Preparamos la cuerda, las velas y entramos, bueno, yo voy delante tú espera el tirón, cabo de un rato, que nos pareció una eternidad, y no encontrar más que algún resto de animales que había comido un zorro por allí, y sólo ver estalactitas y estalagmitas y discutir sobre cual son las que suben y cual las que bajan, salimos sin encontrar el dichoso cotrofe, o sea la vasija, ni el esqueleto, ni nada. Dejamos la cueva y nos fuimos hacia el río, era el tiempo de recoger la hierba y se veía a familias enteras dando vuelta y recogiendo el heno; para cargar el carro en la parte alta utilizaban unas varas largas, como pértigas, arriba había unos niños pisando la hierba, una vez cargado el carro se llevaba para la parte alta de la cuadra, pues era el alimento del ganado para el invierno, esta parte la llamaban el henar, la parte del pajar que se dedicaba al heno a la hierba seca, sin mezclarlo con la paja, pues la paja era lo que se recogía después de trillar y limpiar el grano del cereal, trigo, cebada o centeno, que luego se utilizaba como alimento o para hacer adobes.
Pasamos cerca de la pizarrera, que era donde cogíamos pizarrines para escribir en la Escuela, no sé muy bien porqué ahora lo llaman el pizarral, desde que yo falto..., ha cambiado todo mucho,
cuando llegamos al río vimos a unas chicas de León, de las que bajaban al río y se ponían a tostar
al sol, hasta se echaban aceite y vinagre, como a las ensaladas, querían volver a la ciudad negras como titos, estaban tan concentradas, que por más burradas que hacíamos para llamar su atención, ni nos miraban.
Lo pasamos bien, devolvimos la cuerda a d. Deo, llegamos a casa, merendamos y salimos con el
pan con nata y azúcar a presumir de aventura, habíamos estado en las Cuevonas, pero dentro.
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