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El arte de reescribir - Mercedes González

El arte de reescribir

Mercedes González



Un feroz incendio estaba devorando la techumbre de la biblioteca, ¡¡¡no podía ser!!! aquella biblioteca, aquella que con tanto mimo había cuidado y alimentado como si fuera su propio hijo.

El calor llegaba intenso hasta sus ojos, que llorosos, intentaba limpiar con la manga.

Quiso gritar y abrió su mandíbula con todas sus fuerzas, hasta desgarrar sus cuerdas vocales como se desgarra la vela mayor azotada por el viento en una galerna, quiso correr y salvar al menos uno, solo uno de tantos libros...y sintió que sus pies eran como dos enormes rocas que se hundían en la tierra.

Tenía que hacerlo, al menos uno, se repetía una y otra vez …aquel, que estaba abierto sobre la mesa , aquel que le miraba abierto de par en par con una C preciosa al inicio del párrafo, un dibujo miniado de una reina bizantina con un cotrofe entre las manos.

A pesar de las lenguas de fuego, se acercó a la mesa, pudo estirar su brazo y cogerlo rápidamente no sin antes quemarse los nudillos. Grito de dolor y volvió a gritar de rabia, mientras observaba como ardían aquellos legajos y papeles sin ninguna compasión por parte del fuego.

Salió de allí tan rápidamente como pudo, las piernas ya no respondían a sus órdenes tanto como quisiera, pero salió con su libro abrazado con fuerza a su pecho, con las dos manos, como si llevara un niño entre ellas. Cuando se detuvo ya podía mirar desde cierta distancia el resplandor asesino y se derrumbó sobre un mullido montón de aquel henar. Respiró entrecortamente y cerró un instante los parpados.

Al abrir los ojos en la oscuridad, miró hacia un lado y vió los números iluminados del despertador, eran las tres de la madrugada y pensó ¡vaya! otra vez este maldito sueño que se repite una y otra vez… “Pero esta vez no te vas a escapar, dijo en voz alta, voy a escribirlo rápidamente y así no se me olvidará.”

Se sentó cómodamente sobre la silla blanca con ruedas y se deslizó cuidosamente hacia adelante para no rayar el suelo de madera, tan estropeado. Encendió el ordenador y esperó impaciente a que sonara la sintonía que indicaba que ya estaba operativo. Acercó el teclado casi hasta su estómago y comenzó a escribir, casi de forma automática, sin mirar hacia aquellas teclas negras coronadas por la letra blanca que se deslizaban bajo sus dedos con suavidad.

Y escribió, escribió...desgranando cada recuerdo del sueño, preguntándose sobre ciertos detalles, como por qué el monasterio estaba construido cerca de un gran pizarral, por qué se produjo el fuego, por qué estaba allí para salvar un libro...

Si pudiera coger una pértiga para saltar hacia atrás…volver años atrás y revivir otra época, oler la tinta, tocar aquellos manuscritos, leer todas esas palabras escritas del color azul obscuro del universo.

Y al poner el punto final al relato, se levantó con ganas de empezar el día, de hacer un café, tostar pan y darse una ardiente ducha.

Pero quiso echarle el último vistazo a lo que había escrito y se dió media vuelta. Como si la pantalla fuera un espejo le preguntó, sin esperar respuesta:

¿Por qué escribía, a quién escribía? y se preguntó una vez más ¿y si todo lo que he escrito ya lo ha hecho alguien antes? ¿Y por qué me suenan todas las expresiones que utilizo? ¿Y por qué me parecen todas tan manidas y las cambio por otras? ¿Por qué no encuentro nada original que escribir?

Golpeó con fuerza, con rabia, con desasosiego el teclado. La pantalla se quedó vacía, azul, sin palabras. Y por mucho que la miró y rebuscó una y otra vez entre las entrañas del ordenador no apareció nada de lo que había escrito, se había borrado.

De nuevo se repetía sencillamente el axioma: Escribía para no perder los recuerdos, pero una vez más lo escrito desaparecía.


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