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La Yaya - Filadi Curto

La Yaya
Filadi Curto






Por las rendijas de la persiana se colaba la luz de la mañana. La tía se levantó sin hacer ruido, para no despertarme. Con pereza entreabrí un ojo y la observé ante la cómoda alisando su melena cana con el cepillo de cerdas blancas. De espalda, su pelo largo le daba un aspecto jovial que contrastaba con el reflejo de su rostro en el espejo. Cada una de sus arrugas hablaba de una vida larga e intensa. Recogió su cabello en un moño bajo, el de siempre, el de todos los días. Pensé que me gustaba la piel que le colgaba bajo su mentón, me parecía que le daba un aspecto regio que yo nunca heredaría.
Como cada mañana de cada verano, me levanté, encaminé mis pasos hacía el baño, el olor a ella lo impregnaba todo, un aroma de mujer, de anciana que era solo suyo, que hablaba de amor de abuela, pese a no haber parido nunca. Y el día empezaba tranquilo, con la rutina estival cargada de paz, devorando los minutos sin prisa como si el tiempo hubiese perdido su importancia.
La bajada hasta el río era solo el preámbulo de una tarde diferente al día a día que yo estaba acostumbrada en mi casa. Ansiaba el regreso de natillas frías sobre la mesa, de visitas clandestinas en torno a la camilla del salón. Ella sentada en su sillón rojo de orejeras, compartiendo ideas, inquietudes, ansias con aquellos universitarios que, como la Yaya, esperaban la caída del régimen. Yo los miraba desde la terraza disimulando mi curiosidad, no entendía sus conversaciones, ni aquella pasión que lo impregnaba todo, pero escuchaba con atención sus palabras, el lenguaje culto con el que se comunicaban, y el deseo que les unía de ver al dictador abandonar el poder.
Y a la caída del sol aquellos muchachos y muchachas se encaminaban a la puerta de salida, yo acompañaba en silencio la comitiva y miraba, desde la esquina opuesta al perchero de pie, como uno tras otro se iban. Ella cerraba la puerta con desgana, mientras dejaba suspendido en el aire un suspiro cargado de recuerdos de una vida lejana y entonces volvía a ser la Yaya, a meterse en la cocina y hacer una cena de caprichos y amor para una prole que no trajo al mundo, pero que amantó y llevó de su mano hasta verlos adultos.
Así pasamos los veranos, mis veranos, hasta que un buen día, con el cuerpo marchito y el corazón cansado, alcanzó su deseo, votar en España. Y con el fin conseguido dejó este mundo como lo vivió rodeada de los suyos, familia, amigos y camaradas.  



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