Filadi Curto
El ama cerró la puerta tras de si y
echó la llave, al otro lado la vieja dama profería insultos como si
nadie la hubiese educado con esmero. A lo largo del pasillo
retumbaban las palabras soeces, que a viva voz salían del cuarto,
mientras el ama lo recorría como si no las oyera.
A Candela los gritos de la señora la
hacían estremecer. Sentada en las escaleras limpiaba los barrotes
hasta que llegó el ama y la mandó marchar para la cocina, para que
no me entere, se dijo así misma.
– Como si no se enterasen hasta las
baldosas – murmuró en voz baja
Y así, encerrados en la cocina, pasaba
el servicio los días en que la señora, aquella mujer de sesenta
años, se volvía loca.
Tras los gritos, de pronto, se hacía
el silencio, como siempre, Adela, la señora, caía agotada en un
profundo sueño que le borraba de la memoria el mal rato pasado y el
ama descerrajaba la puerta, como si nunca la hubiese cerrado y se
sentaba al lado de la ventana a la espera de que Adela, la señora,
abriese los ojos.
– Ah, Rosario, estás aquí. Que
cansada estoy, no sabes la pesadilla que he tenido: mi padre me
mandaba desde Cuba de vuelta a España, en un barco que formaba parte
de la flota que fue a defender la isla, y yo sola, entre tantos
hombres. El capitán, amigo de mi padre, me advertía que no saliese
del camarote bajo ningún concepto. Pero un día, cansada de estar
encerrada, salí y vi a un marinero con unos ojos verdes que me
encandilaron, no pude resistir la tentación y desde aquel momento,
cada tarde, salía para verle. Y allí estaba él, en el mismo lugar
siempre. El tercer día se acercó, empezó a hablarme con un acento
extraño, era italiano, me gustaba su forma de hablar, de mirarme, de
seducirme, y una buena tarde le dejé entrar en mi camarote. Una vez
en él me cogió por la cintura y me atrajo hacia sí, sentí su
cuerpo fuerte junto al mío, su corazón palpitar y una punzada
aguda atravesar mi estómago. El fuerte olor a hombre me invadió y
lejos de repugnarme lo desee más. Cada tarde llamaba a mi puerta, y
cada tarde yo la abría. Ocurrió lo que tenía que ocurrir, no tardo
mucho en poseerme, en convertirse en mi amante. Las tardes tediosas
se tornaron tardes de placer, de besos cálidos y amor ardiente.
Hasta que un día, llamó a mi puerta, cuando abrí noté sus ojos
vidriosos, su aliento espeso y su mano temblorosa. Pasó a mi
camarote y dejó la puerta abierta, tras él otros hombres entraron,
las luces de sus ojos eran iguales, sus bocas, entreabiertas, dejaban
ver la lascivia que les poseía. Aterrada caminé de espaldas hasta
alcanzar la pared, allí mi amante me tomó con el ímpetu de un
animal, ante todos sus compañeros, sació su cuerpo y cuando
terminó, con el ambiente embravecido, animó a los otros a ir
pasando uno a uno, a desahogar sus necesidades contenidas, durante
semanas, en mi sexo. Me faltaba el aire para respirar mientras sentía
arder mis entrañas, ya no había ropa que cubriese mi cuerpo, ni
pudor que esconder, el espacio se cargo de gritos, los míos de dolor
y los de aquella banda febril clamando su turno. Un disparo rompió
el tumulto y trajo el silencio, el capitán y dos oficiales armados
apuntaban a los marineros mientras yo, fuera de mi, continuaba
insultando, dando zarpazos al aire con mis uñas ensangrentadas,
enloquecida. El capitán arrancó una de las cortinas y me envolvió
en ella, me traslado a su camarote escoltado por los dos oficiales,
mientras otros amarraban a los agresores para llevarlos a las
bodegas. No sé cuanto tiempo pasé encerrada, sin salir de la cama.
Días después supe que mi amante murió en su encierro, a manos de
sus compañeros, a los que me había vendido por un puñado de
monedas que nunca recibió, que alguien le asestó un duro golpe con
un tronco perdido en el fondo oscuro de aquel barco que se llevó mi
honra, mi alegría, mi vida.
El ama miró a su señora y suspiró profundamente, después de cada
crisis le contaba la misma pesadilla, aquella que se había hecho
realidad cuarenta y cinco años antes, cuando el padre de Adela la
había mandado de vuelta a España, desde Cuba.
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