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Joyas y tesoros - Eva Rodríguez

Joyas y tesoros
Eva Rodríguez







Joyas y tesoros
Abrió la agenda por la sección para notas del final. Era 31 de diciembre de 2013 y disponía de un par de horas antes comer transcribirlas en la del año nuevo: Tenía previstas las citas con el dentista y las revisiones médicas anuales; recordatorios para llevar el coche al taller y para pedir nuevos presupuestos de las pólizas de los seguros, para fichar en la oficina del paro. Retrocedió hasta octubre. Allí estaba: “Cita con Rodríguez-Bojes, Abogados”.
Allí había empezado su nueva vida. En menos de dos meses todo había ido pasando tan deprisa que a veces dejaba lo que estuviese haciendo y se quedaba a solas, reflexionando sobre tantos cambios que habían transformado su día a día para siempre, afortunadamente para bien.
Ah, la tía María… Tía abuela en realidad. La recordaba como una excéntrica indiana que retornó hacía 25 años tras toda su vida allá, pero que no se adaptó a la tierrina de origen: Emigrada de nuevo, tras la vuelta a México, aquel carácter peculiar de la tía María y toda una vida de ausencia acabaron por silenciar la comunicación con la familia. En octubre Emma se enteró de su fallecimiento mediante –quien se lo iba a decir- un despacho de abogados.
Ese fue el origen de esta trepidante rutina, una novedad cuyo alcance no había comprendido hasta hacía pocos días, cuando su abogada le informó del resultado de las gestiones con la casa Shoteby´s en Londres: Tras la subasta del 12 de diciembre era 250.000 euros más rica, más notable en el mundo de quienes valoran a las personas por su dinero. Y había más objetos, más documentos, personas expertas que le expresaban la magnitud de su nueva condición. Empezaba a acelerarse otra vez, así que respiró hondo y despacio, con los ojos cerrados y visualizando la imagen de su abuela; eso la calmaba.
Sí, unos 277 mil euros brutos le había reportado aquella preciosidad, que puso a la venta aprovechando la cita londinense de final de año, para no encariñarse; porque el brazalete de zafiro, Cartier de 1945, con una serie de enlaces ovales combinando tonos oscuros y claros de azul, deslumbró sus ojos y su mente cuando pudo admirarlo, en su tercera cita en el bufete Rodríguez-Bojes.
En fin, a tía María también le había embrujado Cartier. De entre las piezas del su joyero puso en catálogo otras cinco, con vistas a la próxima cita de su casa de subastas favorita (“Fine Jewels”, 26 de marzo 2014):
Un broche Panthère en oro blanco con pavé de diamantes, ojos en esmeraldas y hocico en ónix, una sortija en oro amarillo con diamantes, lapislázuli y crisoprasas engastados en picos móviles, otra en oro rosa con diamantes y zafiros rosas en delicadas esferas en oro articuladas, un brazalete de oro blanco engastado con 15 diamantes y un reloj secreto de cuarzo, oro blanco, diamantes y zafiros. Nunca hubiera imaginado el secreto de su tía indiana, ni en sus mejores sueños se vio heredera de aquellos tesoros.
Su hija vino a buscarla para comer; la besó con cariño antes de cerrar la agenda del año que terminaba y bajaron hablando del atuendo y las joyas a juego que se pondrían esa noche.

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