Lucía Pravia
Se despertó empapado de un sueño que no parecía un sueño. Su
cara era tan real que pensó que podría haberla tocado si se hubiese atrevido a
moverse. Incluso sabiendo que no podía ser más que una ilusión, un espejismo
del mundo de la fantasía y de los sueños, la sintió más real que a sí mismo,
poderosa y extrañamente hermosa. Misteriosamente atrayente. Inocentemente
peligrosa.
Tenía el pelo largo, liso y moreno. Llevaba un vestido verde
con un signo extraño dibujado en blanco. Sabía que probablemente no sería capaz
de dibujarlo, pero creía que pudiera ser celta. En su brazo derecho llevaba un
brazalete de algo similar al bronce, y sujetaba un cuchillo grande y lleno de
sangre.
El cuchillo sangriento le habría asustado si no hubiese
estado hipnotizado por aquellos ojos tan grandes, tan verdes.
Aquellos ojos, misteriosos, estaban llenos de sentimientos
que no podría describir, pero mirándolos sintió miedo, pena y deseo al mismo
tiempo, dejándole un suave sabor dulce en su boca. Se le quedó mirando, pero él
no pudo apartar la mirada porque estaba petrificado por el asombro.
Después de unos minutos volvió a la realidad y fue a
trabajar. Intentó en vano concentrarse en su trabajo, sin ser capaz de sacarla
de su mente. Apenas pudo disimular su ensoñación.
Cuando se disponía a salir de la oficina vio un pequeño
símbolo de metal, probablemente plata, que le resultaba familiar. Lo cogió con
su mano derecha y sintió su cálida energía. Entonces entendió que era de ella.
Tenía que serlo. Aquello significaba que tenía que haber sido ELLA quien lo
hubiese puesto allí, en su despacho, sobre su mesa. Aún sin sentido, lo sintió
así. Estaba tan seguro de ello como de que el sol salía cada mañana.
De repente oyó una voz distante preguntarle si se encontraba
bien. Se dio cuenta de que alguien lo estaba mirando, esperando una respuesta.
Miró a su compañero y susurró que sólo estaba un poco cansado, metió el símbolo
de plata en el bolsillo y salió de la oficina.
Se sentó al volante e intentó concentrarse antes de arrancar.
Le llevó unos minutos, casi diez, prepararse.
Apenas cuando había alcanzado el bosque, a mitad de camino a
su casa, vio, a través del espejo retrovisor, algo moviéndose en el asiento
trasero de su coche. Alzó la vista para ver lo que no estaba preparado para
ver. Encontró lo que temía que iba a encontrar. SUS OJOS.
Afortunadamente no había más coches circulando cuando pisó el
freno sin control.
Una vez parado el coche se volvió para encontrar el cuchillo
empapando la tapicería del asiento con sangre reciente. Respiró dos veces para
asegurarse de que aún podía respirar, y sacó el coche de la carretera. Su
corazón latía demasiado rápido, parte por el miedo, parte por una extraña
sensación de atracción, un deseo que no podía entender, ni tampoco evitar.
Vio algo brillando a través de los árboles. Su brazalete. No
pudo evitar salir del coche y seguirla cuando la vio caminando hacia las
profundidades del bosque.
Empezó a oscurecer, aunque sólo pasaba media hora del
mediodía. Un viento frío empezó a soplar con fuerza, agitando todas las ramas y
haciendo más difícil seguirla.
En poco tiempo se dio cuenta de que estaba perdido, exhausto
y casi congelado; y creyó que la había perdido. Cuando iba a sentarse y
recuperar su aliento, pensando en lo que estaba haciendo y preguntándose si no
estaba perdiendo el juicio, la vio mirándole, como en el sueño de aquella
noche. Como cuando todo empezó.
Permaneció mirándola en silencio, y lo entendió todo.
Comprendió que estaba cara a cara con su muerte. Dulce y
trágica. Silenciosa y sin sentido. Bella y amarga.
Sus pies empezaron a moverle hacia ella, como si fuese la
única cosa que pudiera hacer. Se preguntó si tendría elección, pero decidió que
no importaba. Hubiese hecho lo mismo si hubiera podido elegir.
No estaba asustado. Sólo deseó que en el lugar al que iba no
estuviese tan solo como en el que estaba a punto de abandonar.
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