Lucía Pravia
En medio de un mar en calma, en aguas
sin identidad, perdida de la mano de dios, existe una isla sin nombre que no
aparece en ningún mapa. Cuenta la leyenda que es poco más grande que tres metros
cuadrados, con una abrupta costa rocosa que la levanta del agua otro metro, y
toda la superficie exterior está llena de flores de intensos y diversos
colores. En el centro, ocupando casi la totalidad de la isla, hay una pérgola,
una cúpula de piedra apoyada en sus cuatro columnas. Y bajo la pérgola se halla
una flor mágica, que promete a aquel que la coja amor eterno con la persona a
la que se la entregue. Por lo visto era un resquicio de la desaparecida
Atlántida, en donde confluían varias líneas energéticas subterráneas.
Tras recordar e investigar aquella
leyenda que su bisabuela le contaba de pequeño, Juan creyó haber encajado todas
las piezas del puzzle, y cruzó medio mundo en busca de aquella flor mágica.
Con toda la información que había
recabado, y con las indicaciones del anciano que le alquiló una lancha motora,
se lanzó solo a la aventura. Según aquel anciano, que aparentaba 100 años mal
llevados y llevaba ropa que tenía al menos otros 50, desdentado y descuidado,
con cuatro pelos sin peinar y desigual y sucia barba canosa; desde allí
encontraría la isla si su amor era puro.
Después de una hora de seguir las
instrucciones que había recibido, empezaba a perder la esperanza de que aquella
leyenda tuviera base en algo real. Pensó en Carla y en el regalo que le planeó
hacer para su tercer aniversario, aquella flor... La había engañado con el
motivo del viaje porque quería que fuera una sorpresa; ahora la veía riéndose
con la narración de su aventura fallida. Cómo le gustaba su risa, su sentido
del humor, su olor... Y entonces algo lo sacó de su recuerdo, algo que no
acababa de reconocer... Algo que había cambiado en el horizonte. Un color muy
intenso, unos brillos que duraron un par de segundos y casi le ciegan... Y la
silueta de una pérgola. ¡Allí estaba! ¡La había encontrado!
Con renovado entusiasmo aceleró la
motora y, mientras se acercaba, se deleitaba con el magnífico espectáculo que
la isla ofrecía. Aquella estampa era mágica, preciosa... No, preciosa era
quedarse corto. Realmente no encontraba palabras, se limitó a disfrutar de las
vistas, cada vez más contagiado de la magia que desprendía aquello que
estuviera bajo la cúpula... La flor.
Nada más llegar a la isla apagó el
motor de la lancha y, al no encontrar dónde amarrarla, supo que tenía que subir
a coger la flor y volver rápidamente a bordo. Cogió las tijeras de podar que
había tomado prestada de Carla y pisó tierra. Se percibía tanta energía... A
por la flor y de vuelta, no te entretengas, Juan, se obligó. Al ver la flor,
una rosa de colores, contuvo la respiración unos instantes. La cortó con sumo
cuidado y bajo a la lancha.
Había merecido la pena el viaje.
Fuera mágica o no, aquella rosa era única. Era de todos los colores del arco
iris, pero no es que tuviera un pétalo de cada color, sino que en cada pétalo
había un arco iris. Era grande, estaba perfecta y no tenía espinas. Con ella en
las manos, se imaginaba la cara que pondría su amada al verla, al saber su
odisea para buscarla por su leyenda. Se emocionó tanto que no se dio cuenta de
que la isla había desaparecido nada más volver a la motora.
Emprendió el viaje de vuelta
recreándose en las reacciones que imaginaba de su amada. Sus ojos marrones
veían a Carla observando con la boca abierta aquella maravilla. A sus 39 bien
llevados años nunca había querido tanto a nadie... Y sabía que era
correspondido. Su pareja no le quería sólo por su escultural cuerpo, mantenido
a base de dos horas diarias en el gimnasio. Carla adoraba ese cuerpo, pero
después de tres años viviendo juntos le había demostrado a base de bien que le
amaba. Y así se le hizo más corta la vuelta, soñando despierto.
Cuando alcanzó tierra en el mismo
punto del que había salido vio al anciano acercarse para ayudarle. Tenía tanta
sed y estaba tan cansado que agradeció la ayuda de aquel hombre. Ya en tierra
firme y con la lancha amarrada, el anciano miró la rosa y no pudo evitar el
impulso de cogerla. Juan se dio cuenta tarde y, cuando dijo ¡no! la rosa ya no
estaba en sus manos.
Terminaron la tarde en la cabaña del
anciano, sentados en el sofá, abrazados frente al fuego de la chimenea.
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