Filadi Curto
Tengo
la seguridad de que todo va a cambiar. Pero con este ruido no consigo
oír ni mis propios pensamientos ¡Menudo atasco! Llevo dos horas
parada en la autopista y solo puedo pensar en los ojos azules del
conductor al que espero volver a ver pronto.
El
autobús comenzó de nuevo la marcha y con el movimiento volví de mi
abstracción a la realidad. Las quejas del resto de los ocupantes
fueron cesando a medida que la velocidad aumentaba y los ojos azules
me miraban a través del retrovisor, o eso pensaba yo.
La
marcha me meció hasta que caí en un profundo sueño, me vi en una
pradera verde, con un sol de mediodía que me hacía sentir alegre y
viva. Abrí los brazos y comencé a volar sobre la hierba, fui
ascendiendo hacía el cielo, sintiendo el aire invadir mis pulmones,
produciendo en mi una sensación de libertad absoluta. Vi el mar en
la lejanía y lo deseé, volé en su busca hasta que lo encontré,
el susurro de las olas me hacía bien, deseaba quedarme allí, no
despertar nunca de aquel sueño. Sin saber como descendí y me vi
sentada ante una mesa, un hombre estaba ante mi, no era capaz de ver
su rostro, tan solo sentía sus manos acariciando las mías, la
suavidad y el calor de su piel me reconfortaban, me sentía en un
mundo conocido, como si aquellas manos fueran parte de mi. Nos
levantamos de la mesa y las manos con sus brazos me rodearon, una
sensación de protección se apoderó de todo mi ser, nada me podía
suceder entre aquella muralla humana, me reconfortaban, me aliviaban
de todo pensamiento negativo, olían a hogar, a familia, a humanidad.
Me recordaban al mar, mi mar, no encontraba en aquel abrazo más que
alivio a todos mis males.
Tras
los brazos llegó el cuerpo sin rostro y me tomó, los besos húmedos,
de una boca inexistente, recorrieron mi cuerpo hasta la última
esquina, hasta el último pliegue de mi ser. Sus labios carnosos se
convirtieron en lascivas ventosas succionando cada uno de mis poros,
tras ellos una lengua hecha agua, invadió mi intimidad, jugueteo con
ella y la dejó anhelante de su saliva ardiente.
Los
segundos de mi sueño se convirtieron en días, meses, no sé
exactamente cuanto tiempo transcurrió en la realidad, sólo sé que
me vi de nuevo tendida sobre algo que mis ojos no podían ver y sentí
a mi compañero jugando con mi cuerpo. Ya no había dulzura, ni
galanteo, ya no existía aquel candor que me proporcionaba cobijo, ni
presentía la protección de un calor familiar, tan solo un hombre
poseyendo mi cuerpo, mancillado con duras envestidas mis pastes más
sensibles. Me vi allí, tendida, suplicando a un Dios que nunca supe
si existía, que me librase de aquella tortura.
El
hombre sin rostro poseía mi cuerpo, mi alma, mi persona. Dejó mi
cabeza vacía de pensamientos. La tristeza pasó a ser mi compañera
de viaje. El resplandor del Sol dio paso a la oscuridad, la niebla lo
invadía todo. Extendía mis brazos intentando volar, pero no era
capaz, ya no había viento, ya no había fuerza interior que me
empujase, ya no había paz.
Cuando
él aparecía, con su voz de reproche, exigiendo un amor que se había
muerto o que nunca había existido, hablando de sueños que nunca
habíamos compartidos, yo enmudecía, eso le alteraba, comenzaban
entonces los insultos, los escupía con rabia a mi cara. Entonces me
recluía en una esquina de un lugar sin formas, sin colores, sin
olores. Deseaba despertar de un sueño que tan solo me producía un
ahogo en el pecho, una opresión que me dejaba sin oxigeno.
De
repente vi una luz tenue en el horizonte, caminé hacia ella, sentía
la voz del hombre sin rostro tras de mi, amenazando, aullaba mi
nombre y empece a correr, mis piernas se movían a toda velocidad
pero yo no me movía. Miraba tras de mi y veía las manos de mi
perseguidor acercarse peligrosamente, más deprisa, más deprisa, me
repetía una voz interior, las piernas me flaqueaban, los gemelos me
dolían, pero corrí más, mucho más. Los dedos del hombre rozaron
mi espalda, apreté la carrera, por encima de mis fuerzas, seguía
sin moverme, dejando toda mi energía allí. La piel suave, el candor
de aquellas manos, agarraron mi garganta con tenacidad, pero las
manos habían desaparecido, solo quedaba su sensación, esa que
agarrotaba mi laringe, que me ahogaba. Quería gritar, pedir auxilio,
pero la presión me impedía articular sonido alguno. El hombre había
desaparecido, pero su presencia estaba allí. La presión de sus
manos seguía en mi garganta. Su lengua me lamía toda. Su abrazo
agarrotaba mi cuerpo. Su miembro me destrozaba por dentro. De pronto
aparecieron unos ojos azules, unos grandes ojos azules que lo
invadieron todo y comprendí que eran sus ojos, los del hombre sin
rostro.
En
ese momento desperté, con una presión en la garganta y el corazón
desbocado. Levanté los parpados y vi en, el retrovisor, unos ojos
azules, los ojos azules del hombre sin rostro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario