Filadi Curto
I...
Recorrí las
calles de Salamanca, como tantas otras veces. A cada paso fui restando años;
menos uno, menos dos, menos tres... hasta alcanzar el final de mi infancia,
hasta encontrarme frente a la entrada de la catedral vieja.
En el momento
de pisar la primera losa, tras la gran puerta de madera, mis pies
desaparecieron y empecé a flotar sobre las lápidas que formaban el suelo. Tan
solo un deseo, mi reencuentro con el retablo. Avancé sin mirar a ningún lado,
con rapidez, con ansia. Los latidos de mi corazón empezaron a sonar, el eco los
devolvía con más y más fuerza.
Mis piernas, mi
tronco, mis brazos, mi cabeza, se convirtieron en éter y surcaron el espacio a
gran velocidad hasta descubrirlo en toda su grandeza. Mi nuevo estado, acompasado
por mis latidos magnificados, me permitió llegar a las tablas policromadas, con
lujuria surqué cada escena, cada historia hasta llegar a la bóveda y
encontrarme ante el juicio final, ante el todo y en ese momento me convertí en
nada.
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