Filadi Curto
– ¡El piano es un ataúd con la tapa levantada! – le grité al pegote en mitad de la clase.
Y es que estoy harta, más que harta de esta
sanguijuela que mi madre tuvo la brillante idea de traer al mundo
junto a mi.
No me pude contener cuando la vi allí sentada, con su
espalda como un tablón, sus manos colocadas en el teclado de forma
impecable, mirándome con esos ojos de sapo que parecían decirme:
– Soy más lista que tu y más trabajadora y más
guapa y más... y más...
– A que no me lo voy a quitar de encima
Como así fue, no lo conseguí entonces y ya nunca más
lo lograré. Ahí está, siempre a un palmo de mi. ¿Qué digo a un
palmo? Pegada a mi culo, como si de una hemorroide se tratase. Y es
que lo peor de todo son las clases de piano, parece que esa variz
inflamada me produce un escozor intenso y profundo que me irrita
desde el ano hasta la campanilla.
Y ayer, durante la clase, tratando de olvidar que era
la verruga varicosa la que tocaba, empecé a imaginar que el
instrumento se convertía en un féretro y que sería perfecto para
encerrar allí al pegote. Sus cuerdas parecían la trampa perfecta,
estaban tersas, hambrientas de talento. Entonces, que mejor alimento
que la talentosa de mi hermana. ¿No es la más lista? ¿No es la más
trabajadora? ¿No es la más... ? ¡Pues toma aparato, traga! Pensé. Pero como una es ante todo una persona, me contuve, aunque con aquel
grito tan solo conseguí que nuestra progenitora pensara que la cruz
de su vida era yo
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