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Azul - Eduardo Martínez

Azul
Eduardo Martinez



     Azul. Azul oscuro. Azul marino. Oscuridad abrumadora. Tristeza infinita e inacabable. Desconcertante. Pena sin techo ni suelo. Edificio que explota, pero hacia dentro, implosión de sentimientos.
    Hueco en el pecho, frío y seco. Lejano adiós a la alegría. Desgana ascendente, espiral y veloz.
    Todo esto se acomodó en mi cuerpo hace unas semanas. Sin motivo, que es el peor de los motivos, contra el único que no se puede luchar, por incomprendido, por incomprensible.
    Deseado por magnificado. Rechazado ahora por conocido.
    Atroz paralización del tiempo, y si acaso, también del espacio.
    Lágrimas que resbalan cuando más inoportuno es el momento, pero más oportunos los recuerdos.
    Corpachón inútil, cansado de descansar. Vacío de ganas, de fuerza. Fuerza para seguir. Ganas de dormir, sin tener en cuenta el momento de despertar. Insaciable monstruo interior que ganará la batalla, la guerra.
    A veces se siente cerca la esperanza, pero pasa de largo haciendo una pequeña burla, como diciendo "ahí te quedas tristeza, en tu mundo azul oscuro".
    ¿Será esto la depresión? Puede que sólo sea la justa tristeza para así darle valor a la leve felicidad de la cotidianeidad.
    No ver el final, pero desear verlo. Y sentir el lento aguacero, como un sudario frío y opaco que cubre los días.
    ¿Por qué  se fue la alegría, la esperanza ahora perdida de la normalidad? Quizá no la daba a la alegría la suficiente dosis de tristeza y desesperanza como para que se sintiera importante y necesaria.
    Seguramente, no supe aprovechar la felicidad, y ahora me toca lidiar la tristeza para, seguramente tampoco saber sacarle provecho, provecho que yo adivino incoloro e inútil. ¿Cómo aprovechar el vacío, cuando llena tanto?
    Y vuelven las lágrimas, a destiempo como siempre últimamente, sin motivo, para ponerle la porción de humedad que menos falta me hace, la forma más elocuente de delatar mi interior.
    Hombre desierto a todas luces, que son pocas y oscuras. Azules también.
    Y al final alcohol, para amenizar el interior baile de sombras, decadentes y seguras de tener ganado su nuevo terreno. Vigorosas y poliédricas sombras impertinentes.
    Quisiera que las miradas queridas siguieran diciéndome cosas importantes, pero ni siquiera la mía, cuando me miro en un espejo, me dice nada. Lo único que siento al ver reflejada mi triste mirada, es que algo se encoge en mi pecho, y tengo que dejar de mirar al espejo, por miedo a encoger tanto y llegar a ser del tamaño de una nuez.
    Rolliza incomprensión a mi lado, por todos lados. Me apago a destiempo cuando hay alguien cerca, no me lo perdonan. Yo mismo me aparto de los demás, pero ellos de mí también. No se necesita alguien como yo al lado.
    ¿Podría tener algo que ver en todo esto el amor? No, no puede ser. Mi vida en ese sentido es vacía, para bien o para mal. Vacío redondo, habitual y ya acomodado. No rechazado. Sólo aceptado, que no es poco.
    ¿Pero qué es entonces esta pesada y azul losa del desasosiego abrumador, del amanecer infestado e inesperado ya a estas alturas? Puede que simplemente deba dejar pasar el tiempo, pero, ¿no sería irse acostumbrando, ir envejeciendo a la vez que la tristeza rejuvenecería con su satisfacción del deber cumplido?
    Más lágrimas, sordas y desobedientes. Veloz carrera al sur de mi apesadumbrada cara, brillantes y presumidas como si las observase todo el mundo. Surcos inútiles y desaprovechados por mi indiferencia.
    Y más dolor. Dolorido dolor. Insensible a los refugios de todo mi exterior. Rodeado cada vez más por una coraza que dice esto es mío y por eso lo rompo. Sentimientos de culpa sabiendo que no se tiene. Culpa por no saber reaccionar a tiempo, cuando se veía venir, cuando todo esto ya soplaba levemente sobre los hombros, sobre la nuca, cuando empecé a notar como si alguien se sentara a mi lado constantemente, sintiendo de vez en cuando una corriente fría que recorría la casa aún estando en pleno verano. Sintiendo la intranquilidad de la desgracia próxima e inevitable. Y un día al levantarme me di cuenta de que había llegado el día porque todos los colores que observaba tenían un tono un poco más oscuro del habitual, y empecé a notar casi en el mismo instante, que algo dentro de mí me apuraba a terminar cualquier cosa no terminada, como sabiendo que entraba en un camino del cual iba a tardar en salir, y por lo tanto debería entrar en él con todo ya hecho.
    Tocar con las yemas de los dedos el tiempo, el tiempo muerto, detenido, impasible y violento a la vez. Y sentir en mi interior, mi rostro de epitafio, deseando, con cobardía, que ese epitafio sea de verdad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

quien sepa expresar mejor una depresión, que lo haga