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Días de ensueño - Eva Rodríguez

Días de ensueño
Eva Rodríguez




.Cuando era niña se enamoró.
Sin conocimiento, sin saber cómo.
Aquel verano con los abuelos y su hermano menor se hacía largo. Era buena estudiante, así que sus obligaciones se reducían a colaborar en las tareas domésticas y en las del campo. En los ratos libres se escondía para leer, hasta que la reclamaban para la siguiente tarea. Por la noche jugaban a las cartas y a adivinanzas y su abuela les recitaba coplas de cordel y cuentos antiguos.
La semana transcurría lentamente en la casa del bosque, pero los domingos por la mañana eran especiales, porque iban a misa al pueblo. La caminata junto al río susurrante, la sombra verde y fresca de los árboles con rayos de sol aquí y allá; luego el paisaje ancho del valle salpicado de casitas, con la sierra al fondo, tan apacible que podían oírse los mugidos de vacas y las campanas de otras iglesias a varios kilómetros…
Ya en el pueblo, había que corresponder a los saludos deferentes y curiosos de quienes como ellos habían madrugado. En la iglesia había ventanales con vidrios de colores y la luz del sol pintaba el lóbrego interior con raudales púrpura, azul, rojo. Al entrar la abuela mojaba los dedos en la pila del agua bendita y se los tendía para que ella, con los suyos también mojados, se presignase.
La voz chillona y destemplada de las mujeres respondía y secundaba las plegarias del señor cura. A los hombres, que ocupaban el fondo de la iglesia, apenas se les oía. Cuando acababa el oficio y mientras esperaban para salir, ella podía observar a los chicos bajando las escaleras del coro. Entonces podía verle un momento sin interrupciones: Era como el príncipe de un cuento, era tan guapo que ella quedaba sorda y como hueca por dentro cuando lo miraba, entre el olor a humo de los cirios recién apagados. Con suerte le vería a la puerta de la iglesia al salir y podría sentir que estaba cerca, escuchar su voz e incluso mirarlo, mientras la abuela saludaba a amigos y familiares.
Antes de volver, iban a la casa donde les recogían el correo, deseando que esa semana hubiese carta de su madre y que les dijese que iban a venir; al salir del pueblo pasaban cerca de la casa del príncipe y si estaba allí él saludaba a su abuela con respeto, como un niño bien educado. El pueblo pronto quedaba atrás. Ella hacía el camino de vuelta como en sueños, oyendo sin escuchar la charla de los demás y las llamadas de los pájaros en la sombra fresca del sol de mediodía.                                    
Sí, fue un amor platónico pero verdadero e intenso, con manos y piernas temblorosas el primer día que él vino a buscarles a su hermano y a ella para ir juntos a la playa. Fueron, se bañaron y volvieron pronto, como impuso la abuela, y él habló todo el camino con el hermano, porque ella no encontraba ni su voz ni palabras que decir. Después de ese día el tiempo cambió a nublado y solo le veía los domingos en misa.
El último mes de ese verano la prima Mari se vino también con los abuelos y animó algo el ambiente en la casa. Como era un poco mayor, comandaba el pelotón que eran sus dos primos, hacía las tareas charlando y hasta cantaba de camino a la playa (¡con el calor que hacía!); tras veinte días de enérgico y amable liderazgo, dejando encantada a la abuela, que apreciaba mucho su vitalidad, por fin se fue.
El domingo siguiente, el príncipe, a quien la prima no había hecho mucho caso, le preguntó por ella, y cuando supo que ya se había marchado quedó 2 segundos en silencio, luego dijo “Aaah…” y le dio la espalda lentamente, como ensimismado... ¡Él también había quedado “encantado”!. Sin saber porqué, ella recordó entonces el dibujo de una florecilla en el cuento de la Bella Durmiente, en la página donde le dicen al príncipe que la princesa ha muerto. Sintió pena por la flor, en la que nadie se fijaba. Se dio cuenta de que nunca le importaría al príncipe ni lo más mínimo.
Finalizó el verano y volvieron las clases de piano y el ruido del tráfico. Pasó el tiempo. Ahora no hay príncipes en su vida, ni cree que las princesas sean especialmente afortunadas. Ella vuelve siempre que puede a pasear por el bosque, al lado del río, y le encanta subir al pueblo de vez en cuando a charlar un rato con ranas, bufones, juglares y con gente de sangre azul, también.


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