Eva Rodríguez
Relato escrito para el taller de escritura EL COTROFE VOLADOR, en el que tienen que estar incluídas las siguentes palabras: chimichurri, cabalgar, ónice, espingarda, reir, entrenar y volterata
Hace el encargo a la carnicería
por teléfono: Cerdo, vaca vieja, pollo, chorizos rojos y criollos, lo traerán
mañana a primera hora. Envía a por las verduras para ensaladas y guarniciones,
encarga setas, champiñones, calabacines, cebollitas francesas y tomates cherry
para las brochetas; a la frutería envió a Mari con una lista que incluía frutas
para ensalada, para zumos y batidos y para adornar las mesas. También
chimichurri para la parrillada, que vendían envasada, de excelente calidad.
Finalmente llamó a la heladería para que viniesen sobre las cinco con el
precioso carrito que habían traído el año pasado. En casa se harían sus tartas
favoritas, de milhojas y de tres chocolates.
Tiene ganas de reír, de dar
volteretas como cuando era una cría… Aquello es lo que más disfruta desde que
se fue a vivir a la casa: Cada mes organizan una merienda o cena con música y
cine después, al aire libre excepto las raras ocasiones en que huele a lluvia;
pero eso pasaba rara vez en las islas. Es cierto que al principio echaba de
menos los colores y los paisajes más brillantes y húmedos, pero poco a poco le
fueron cautivando los de esta tierra aislada en el Atlántico, con cielos que a
veces parecían al alcance de la mano, netos y consistentes como una pieza de
ónice pulido.
Preciosa tarde, hermosa. La casa
–su casa- tiene un salón acristalado con vistas al océano de poniente y allí
procura disfrutar las horas en torno al crepúsculo, dentro de la casa o en el
jardín; a ser posible en compañía pero también en soledad. Hoy decide ir a
cabalgar; es temprano para la cena y su yegua favorita la estará echando de
menos, porque no salieron de mañana. Se prepara mientras sacan al animal, que
piafa encantado por la perspectiva de libertad… Se compenetran bien: Les
encanta recorrer los senderos que desde la casa bajan a la playa, atravesar
pinares y descampados hasta los parajes áridos del otro lado del cabo. Luego,
ya de vuelta, llegan a los restos del fuerte y descabalga para que la yegua
beba mientras ella charla con la encargada del pequeño museo.
Disfruta escuchando a aquella
mujer, algo mayor que ella y tan desgarbada y flaca que le recuerda al grabado
que hay en el recinto y que representa una espingarda. Pero tiene una voz agradable
y cálida, y sus explicaciones a los visitantes son tan cautivadoras como las de
una contadora de cuentos. Además, para que negarlo, le halaga la deferencia con
que se dirige a ella; tiene la impresión de que se le ilumina la cara al verla
llegar y por cierto que esa idea provoca un agradable cosquilleo en su ego de
princesa mimada.
Hoy no volverán por el fuerte,
piensa mientras tira de las riendas para dar media vuelta. Quiere estar en casa
pronto, supervisar los preparativos de la barbacoa y ver lo que quedará por
hacer para mañana por la mañana. Deberá entrenar a primera hora, un poco antes
que otros días. Llega a casa entre luz y
luz y vuelve a extasiarse con las hermosas tonalidades del cielo tras el ocaso,
con el perfume de los dondiegos y de los jazmines que hay bajo la ventana de su
baño privado.
Disfruta del ritual de aseo y de
la toilette. Escoge vestido y calzado informales, ese día de un precioso color
verde esmeralda y, tras decidirse por pendientes y brazalete con filigrana de
oro, observa con mirada crítica su imagen en el espejo grande del vestidor. Se
gusta. Espera, como cada noche, gustarle también a él. Está impaciente por
verle, atractivo y encantador, vestido también para disfrutar juntos de la cena
íntima. Es feliz.
Y un día más agradece a su ángel
de la guarda que aquel día lluvioso y frío la hubiera impulsado a comprar el
décimo de lotería, en la pausa para el café, entre expediente y expediente. Se
dirige a la salita para el aperitivo que es parte del ritual. La noche acaba de
empezar.
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