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Me lo dijo un pajarito - Lucía Pravia

Me lo dijo un pajarito
Lucía Pravia






Seguro que la mayoría de ustedes han oído y utilizado esa expresión más de una vez a lo largo de sus vidas. ¿Alguna vez se han parado a pensar de dónde viene?

Cuenta una leyenda que muy poca gente conoce que una vez, hace muchísimo tiempo, existió una chica muy especial que conocía su lenguaje, el de los pájaros.

La conocían por la loca de los pájaros, siempre rodeada de palomas, cuervos, gorriones, gaviotas… Se llamaba Paloma y vivía en un pequeño pueblo costero. Siempre estaba paseando sin más compañía que sus amigas: las aves. Nunca hablaba con sus vecinos porque sabía que la tomaban por loca. Llevaba siempre un vestido fresco en verano, y por el invierno se cubría con una capa que se había hecho ella misma con las plumas de aquellos de sus amigos que habían muerto y a los que había enterrado. Siempre cómoda, casi siempre descalza por la playa. Era una joven muy guapa, se lamentaban los mayores, demasiado guapa para estar loca. Paloma los oía y, sabiéndolos necios, no contestaba. En el fondo le daban pena.

Una mañana, nada más salir de su casa, un grupo de gaviotas voló directamente hacia ella y revolotearon a su alrededor. Sin inmutarse al principio, las escuchó. De repente se veía pánico en sus ojos y empezó a recorrer casa por casa el pueblo. Gritaba “Tenéis que subir al monte. Viene una ola gigante y va a arrasar el pueblo. ¡Corred! ¡Subid al monte!”. Lo repitió hasta que le dolió la garganta, mientras veía cómo sus vecinos la miraban y se mofaban de ella. “Si no subís vais a morir por la ola, ¿no lo entendéis?”, dijo mientras miraba a la cara a todos los que la rodeaban. Cuando miró a Santiago creyó ver un destello de comprensión en sus ojos, pero mirando al resto se dio cuenta de que por mucho que lo repitiera no serviría de nada. Si todos estos necios quieren morir, pensó, yo no me voy a quedar con ellos. Y echó a correr hacia el monte.  

Pasados dos minutos el aire se enrareció. El atronador silencio de la naturaleza no la sorprendió, al contrario, la impulsó a correr más rápido aún. Desde pequeña sabía que la naturaleza enmudecida era presagio de algo grande. Los pájaros le habían contado cómo era un tsunami, y todo sucedió en el orden en que se lo habían relatado.
De repente el silencio se rompió por multitud de alaridos, emitidos por los necios vecinos que no la creyeron. Se giró para ver, desde la altura a la que ya había llegado, que la marea había bajado demasiado rápido, casi parecía que la bajamar quisiera llegar hasta el horizonte. Siguió corriendo intentando no prestar atención a los gritos de pavor y, cuando estaba a punto de alcanzar la cima, todos los alaridos quedaron ahogados por el terrible ruido del tsunami; una ola multiplicada por mil.
Llegó a lo alto del monte apenas sin aliento. Se sentó, rodeada de las gaviotas que la habían avisado y de más pájaros que se unieron poco a poco. Cuando pasó la ola, pocos segundos después de haber recuperado el aliento, contempló desolada, llorando, cómo el agua había convertido a su pueblo, casa por casa, en una riada de fango. Todos los pájaros parecían piar lo mismo, intentando consolarla, pero no le sirvieron de consuelo. Lloró de impotencia. Tanto que el color de sus ojos se convirtió en rojo sangre.
Cuando todo había pasado se obligó a levantarse y bajó caminando como un alma en pena hacia lo que quedaba de su pueblo… Nada, en realidad sólo quedaba lodo.

Al poco de comenzar la bajada se fijó en Santiago, aún aferrándose al árbol al que se había abrazado cuando comprendió que no llegaría a tiempo a lo alto y que agarrarse a aquel nogal centenario era su única posibilidad de salir con vida. Se miraron en silencio mientras ella llegaba a su lado. Él no soltaba el nogal. Estaba empapado y sucio, y aún en estado de shock.

“Ya puedes soltarte”, le dijo con voz dulce, “las réplicas no llegarán al pueblo, ya no tendrán tanta fuerza. Estamos a salvo.”

Santiago, aturdido, se soltó del árbol sin apartar su mirada de aquellos ojos rojos. Cuando reaccionó, le preguntó: “¿Cómo lo supiste?”

“Me lo dijeron las gaviotas.” Contestó como si le explicara a un niño algo tan obvio como que el sol salía cada mañana. “No me hicieron caso… y ahora… están todos muertos…” Dijo, lamentándose.

“¿De verdad hablas con los pájaros?”, pensó él en alto.

“Sí, y me susurran cosas, secretos...” Dijo ella con dulzura “¿Por qué te sorprendes si me creíste?”

“Nunca creí que realmente pudieras…”

“Corriste detrás mía y te aferraste al nogal. Eso es que me creíste. Y eso es lo que te ha salvado la vida.” Sentenció ella.

Santiago la miró en silencio. Asumiendo la verdad que había en las palabras que acababa de oír. Recordaba cuando de pequeño jugaba con ella, hasta que entendió que ella no jugaba cuando decía que hablaba con los pájaros, y entonces dejó de jugar con ella y le dio la espalda, como el resto del pueblo.

Un gorrión se posó en el hombro derecho de Paloma y ella inclinó ligeramente la cabeza para oírle. Se sonrojó y asomó un atisbo de sonrisa.

“¿Qué te ha dicho?”, quiso saber Santiago.

“Que aún me quieres, aunque al crecer dejaras de creer en mí, me sigues queriendo.”

“Y eso te lo ha dicho el gorrión.” Ella asintió a pesar de que el tono de Santiago no era de pregunta, sino de afirmación. “Ahora mismo, en tu hombro.” Volvió a asentir. Entonces sonrió para decir “Pues tiene razón ese gorrión… Nunca dejé de quererte.” La cogió de la mano y bajaron juntos del monte.

Según la leyenda, construyeron una casa en donde había estado el pueblo. Vivían solos, visitando el pueblo más cercano de vez en cuando para hacer compras y hablar con otros humanos. Santiago consiguió que Paloma entablara conversación con personas, no sólo con sus bienamados pájaros. Ella, con sus ojos de color rojo sangre, le enseñó a Santiago, con infinita paciencia, el lenguaje de las aves. Después de unos años ella había vuelto a confiar en los humanos, y él podía hablar con los pájaros. Tras unos pocos inviernos más, dejaron de ir al pueblo, y la gente, unos más tarde que otros, acabaron por olvidar a aquella peculiar pareja.

Hay quien cuenta que tuvieron un hijo, aunque esto no se si será cierto, porque se supone que sólo lo vieron los médicos que asistieron al parto. Dicen que nació con unos bultos en los omóplatos que los médicos tomaron por malformaciones. Los cirujanos querían amputárselos e intentaron convencer a los padres de que, cuando tuviera tres o cuatro meses, les permitieran extraerle los bultos y analizarlos. Paloma se negó y Santiago, que ya la conocía lo suficiente como para leerle la mente, les dijo a los médicos que no los tocaran, que su hijo era perfecto. No le sorprendió comprobar que los bultos iban creciendo poco a poco, convirtiéndose ya en el segundo mes de vida en alas pequeñas. Antes de que su hijo aprendiera a caminar, las alas ya eran suficientemente grandes para aguantar su peso. Así, el hijo de Paloma y Santiago no sólo se comunicaba con los pájaros, sino que volaba junto a ellos.




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