Filadi Curto
Me gustaría empezar mi relato
diciendo la fecha de mi nacimiento, pero he de reconocer que la ignoro. Nunca
conocí a mis padres, ni a ningún familiar que se ocupase de mi. Fui consciente
de que estaba en este mundo un día de repente, cuando una gota me golpeó y
resbaló por mi minúsculo tronco
provocando un estremecimiento en todo mi cuerpo. En ese momento me sentí imperceptible en un mundo de gigantes. A mis pies la tierra empapada me impedía
el movimiento, los hierbajos lo invadían todo y una fortaleza de robustos
soldados me ocultaban tanto lo que había hacía arriba, como lo que se
encontraba tras de ellos. Comencé entonces a prestar atención a los sonidos que
me llegaban. Había uno que se percibía cerca, era constante, monótono, me producía
una sensación de frescor y serenidad a la vez. Vi animalillos por un lado y por
otro, los que eran iguales parecían comunicarse entre si con los mismos sonido.
Había momentos que un silbido lúgubre me rodeaba, parecía moverme, daba vueltas
en torno a todos los que encontraba a su paso, me aterrorizaba y era en ese
instante cuando una parte de mi deseaba tener a alguien que me protegiese, que
me cuidase y me dijese que no iba a ocurrir nada, pero nadie lo hizo, nadie me
susurro al oído “estoy aquí, a tu lado”.
A medida que el tiempo pasaba
comencé a ser consciente de que a la oscuridad le seguía periodos de
luminosidad, como si a lo alto, por encima de mis custodios, hubiese una fuente
de luz muy potente. Aquello era algo que me maravillaba, pasaba de la oscuridad
,que alimentaba mi miedo, a la claridad estimulante, soñadora de hermosas
ninfas.
Otra de las cosas que descubrí
fueron los olores, la humedad era la nota dominante siempre, pero había una
mezcla de podredumbre vegetal que venía del suelo, que me hablaba de mis
orígenes y el frescor que baila en el aire, el que me hacía soñar con volar en
libertad y conocer otros mundos, otros lugares, donde ver que había más allá de
todo lo que me rodeaba. De vez en cuando descubrí como, entre aquellos vegetales
putrefactos, nacían hermosas flores de vivos colores, de aromas penetrantes que
lo invadían todo, que me hacían pensar en lugares paradisíacos.
Así transcurría mi vida, viendo
pasar los días, los meses, las estaciones, siempre en el mismo sitio, siempre
preguntándome ¿qué habrá más allá? En tanto mi cuerpo crecía y mi pensamiento
maduraba, fue entonces cuando comprendí que no había nadie custodiando aquel
lugar, que tan solo eran mis vecinos, otros que habían nacido allí, pero ellos
si conocían a sus padres, a sus hermanos, incluso a sus parientes. Ellos eran
hermosos, sus cuerpos eran esbeltos, rectos, bien formados, en cambio yo,
cuanto más crecía más retorcido estaba, no había nadie que se pareciera a mi,
que fuese tan deforme como yo, nadie me hablase ni se relacionase conmigo. Eso
hizo que mis sueños ocupasen la mayor parte de mi tiempo, verme libre, fuera de
allí, donde no fuese un monstruo.
Llegó la época de las lluvias y he
de decir que llovió más de lo acostumbrado, no había tregua, el agua caía sin
cesar, el sonido monótono que escuchaba cerca de mi, aquel que producía una
sensación de frescor, desapareció, dio paso, tras un enorme estruendo, a un
ruido ensordecedor continuo como el anterior, pero en este caso no me hacía
sentir calma, agitó mi interior, como si presintiese que algo malo estaba por
llegar, y así fue. De repente vi como a mi derecha mis vecinos comenzaban a
moverse desde el suelo hasta lo más alto de sus cuerpos, el movimiento fue
aumentando, más... un poco más... mucho más... hasta que vi como la tierra y
ellos mismos desaparecían, como una fuerza extraña se los llevaba, les vi caer,
vi sus hermosos cuerpos estrellarse contra el suelo y como una corriente
inmensa de agua los arrastraba hasta que desaparecieron, y en la estela del
viento tan solo se escuchaba unos atroces lamentos al desprenderse de sus
raíces, de sus asientos.
La calma llegó más tarde, y la
tormenta me trajo luz, me trajo aire fresco. Me enseñó la hermosura que había
al otro lado. Conocí un río bravo, tumultuoso, sucio, el que días atrás rugía
sin piedad, devoraba todo lo que encontraba a su paso. Lo vi transformarse en
un remanso de paz y reconocí en él aquel sonido que siempre me había
acompañado, que solo me daba paz. Miré a lo alto, ya no había obstáculos, y
encontré un cielo gris, que se transformaba a cada instante, que me hablaba de
vida, de cambio, de esperanza. No tardó mucho en volverse de un azul intenso,
fue entonces cuando entendí que mis sueños se habían quedado cortos, nunca
podría haber imaginado cuanta hermosura se me había negado desde mi nacimiento.
Gocé de los días y las noches,
disfruté del sol, de las nubes y las estrellas. No me volví a preocupar de mi
deformidad, era feliz, aunque cada vez con más insistencia me preguntaba ¿qué
habrá más allá?
Un día unos niños vinieron a
zambullirse en el agua, jugueteaban unos con otros, se tiraban desde la orilla,
se colgaban de las lianas, se soltaban... Era tal su alegría que desee ser
niño, cuanto daría yo por conocer la sensación de estar en el agua. El tiempo
transcurrió con rapidez entonces y un día ellos se fueron y las lluvias
volvieron.
No me imaginé, nunca podría haberme
imaginado que ocurriría otra vez, decían que la tala masiva de árboles río
arriba tenía la culpa, pero fuera lo que fuese, el río creció y creció, mostró
de nuevo su cara más cruel y una noche sin luna, con total oscuridad, a
traición, mordió con ferocidad la orilla. Oí de nuevo el estruendo, no tuve
tiempo a mirar, a pensar, tan solo sentí mi cuerpo caer, sentí un dolor
desgarrador, parecía que me estaban arrancando las entrañas, vi la tierra
deshacerse entre el agua, mis raíces sangrar la savia de la vida. Mi cuerpo
deforme rodaba sobre si mismo entre aquel líquido fangoso, por momento veía la
noche negra, otros el agua lodosa me engullía para escupirme de nuevo, saltaba
por el aire, hasta caer con dureza sobre las piedras del curso del río, cual
objeto inerte. No sé cuanto tiempo duro, cuantos golpes recibí, y mucho menos
hasta donde penetró la suciedad de aquel lodazal, tan solo me di cuenta que, de
repente, el agua cambiaba, se purificaba, su movimiento ondulaba, me dejé
navegar con dulzura, cual bebé acunado por su ama. Sentí un sol abrasador,
acartonaba mi piel, la que había conseguido llegar hasta allí, se fue desprendiendo,
se arrancó sin piedad hasta dejarme desnudo, reseco y cubierto de un baño de
sal. Las fuerzas se fueron con el viaje convulso, me abandonaron hasta que por
fin el agua me depositó en un arenal con la vida pendiente de un hilo.
No sabía si vivía o moría, tan solo
sé que desperté sin apenas fuerzas al oír una sierra mecánica que iba cortando
mi tronco trozo a trozo, mi vida se va pero al menos serviré para calentar la
chimenea de mi último asesino.
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