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Ivy, mi flor - Eduardo Martínez

Ivy, mi flor
Eduardo Martínez



  
    Era frágil, todos los niños lo son al nacer, pero ella lo era más. La llamamos Ivy, que en ingles significa hiedra, porque queríamos que se enredara en nuestras vidas, y así fue.
    No fue un bebé especialmente enfermizo. Cuando hizo los cuatro años, empezó a perder peso. Pensábamos que era porque no paraba. Pero es que también a las pocas semanas de observar esto, empezó a estar apática, como cansada siempre, algo raro en ella.
    Empezó ahí un paseo interminable por médicos, hospitales, ambulatorios... Así casi durante dos años. Antes de que cumpliera los seis, ya sabíamos que estaba enferma, y lo que era infinitamente peor, que no había cura.
    Empezamos a verla de otra manera, cada vez que la mirábamos, pensábamos en que podría ser la última vez. La última vez que la viéramos sonreír, o jugar, o simplemente mirar la televisión.
    Fue un peregrinar constante por consultas, y lo más angustioso, ella se daba cuenta, era plenamente consciente de la situación. Hasta que un día, con casi diez años, me hizo la pregunta para la que yo no estaba preparado; me preguntó, casi sin darle importancia, si se daría cuenta cuando se fuera a morir. La pregunta me sorprendió por inesperada, por difícil de contestar, pero sobre todo porque nadie le había dicho que se iba a morir en poquitos años, aunque nosotros lo sabíamos.
    No supe qué contestar, simplemente le dije que se lo iba a preguntar al médico, y ya le diría. Y se lo pregunté, y se lo conté a ella; "sí, te vas a dar cuenta, es como si se te acabaran las pilas, como si ya dejaras de poder moverte, hablar, pensar".
    Yo, cuando hablé con el médico y con el psicólogo que la trataba, me dijeron que era mejor que se lo dijera, y que ella, en la medida de sus posibilidades y entendimiento, asumiera que algún día se acabaría todo, y que por lo tanto tenía que disfrutar de todo, incluso de sus papás. Pero creo que esa opinión médica, nos influyó más a nosotros que a ella. Cuando yo le conté lo que el médico me había dicho, pareció como si no le hubiera dado mucha importancia, siguió jugando como si tal cosa.
    Y así fue pasando el tiempo, con sus cuidados, sus medicinas, todas las atenciones que necesitaba. Hasta una tarde, tres semanas después de su doce cumpleaños, una tarde de invierno, de esas duras de lluvia y viento, en que parece que todo se va a hundir bajo el mar. Estábamos ella y yo viendo una película de dibujos animados, mientras su madre estaba trabajando. Cómoda como estaba, recostada sobre mi pecho, en el sofá tirados, dándome un pequeño manotazo en uno de mis brazos, pero sin mirarme a la cara, me dijo lo que yo más temía escuchar; "papá, ya va a pasar".
    No supe que decir, no pude moverme, sólo sentí como si el interior de mi pecho se estuviera congelando, una sensación de frió glaciar, sin saber de donde procedía. Ella se acurrucó todavía más, entre el sofá y mi pecho.
    Su respiración se fue calmando, yo era lo único que podía oír, ya la televisión no existía, y no existía el mundo a nuestro alrededor, todo se paró en ese momento, nada importaba ya. Y sin saber por qué, vinieron a mi cabeza imágenes del día de su nacimiento, de cuando empezó a decir papá, de los primeros pasos. Pero también de las primeras e interminables visitas a médicos y hospitales.
    Y mientras recordaba toda su vida, que había sido también la mía, me di cuenta de que ya no respiraba, de que su piel, de ordinario muy caliente, se había enfriado. Fui consciente en ese momento, de que ya no estaba conmigo, de que ella ya no sufría, de que ahora sí que de verdad era un angelito. Y de que de ahora en adelante, nos tocaría sufrir a nosotros, como una manera injusta de pagar por todo lo que ella había pasado, aunque no fuéramos culpables de ello.
    Y no me quise mover, quise quedarme así para siempre, al lado de mi flor, que algo superior pero sin escrúpulos, había arrancado de mi vida. Y miré sus dedos de pétalo, con sus uñitas mordidas y medio pintadas de rosa, con algún que otro rastro de plastilina también.
    ¡Qué dolor tan grande! ¡Qué incomprensión del universo sentí!
    No, no quería moverme, deseaba que aquel momento fuera inacabable, que llegáramos al fin de los tiempos así como estábamos, ella abrazándome, yo echándola ya de menos, sintiendo que yo también había muerto en el mismo momento que ella, sintiéndome incapaz de ver a su madre y tener que hacerle partícipe de dolor tan atroz y descarnado.
    Y entonces, por primera vez desde que supimos que estaba enferma, me caían lágrimas, resbalaban por mi cara hasta su cabecita, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Y entonces la abrace más fuerte, como para que nunca se separara de mí, como para que nadie me la pudiera quitar, ni siquiera la muerte.
    No, no pensaba abrirle la puerta a nadie, quería esperar mi propia muerte así como estaba, abrazado a mi estrella, oliendo su pelo a esa colonia infantil que tanto le gustaba a ella, y a mí.
    Y con mi otro brazo, alcancé un oso de peluche que le encantaba, y lo puse a su lado. Seguían cayéndome lagrimas, burlonas, sabiendo todo el tiempo que llevaba encerrándolas, pero sabiendo también que más tarde o más temprano, acabarían por salir.
    Y seguía sin querer moverme, era como si moviéndola le fuera a hacer daño. Y no se merecía ningún daño.
    Sin saber por qué, me parecía que no venía a cuento, empecé a recordar cuando yo era pequeño, el paisaje que se veía desde la ventana del salón, los días de cumpleaños más lejanos que recordaba, también algún día de reyes. No sé, puede que así, inconscientemente, me metiera un poco en la piel de Ivy. Y deseé de verdad ser ella, para que así ella pudiera seguir. Y recordaba sus últimas palabras, muy bajito, como para no hacerme daño, como para no molestar; "papá, ya va a pasar". Y sentirme culpable por no reaccionar, por no tener algo mágico para cambiar el fin, y sentir como ella realmente tampoco quería que yo reaccionara, queriendo irse tranquilamente sobre mí.
    Pero en mi ya estaba acomodado el vacío infinito, la desgana perpetua. La insolidaridad con el resto de los que sufren.
    Y a partir de ese momento, coger de la religión, esa donde supuestamente hay un ser superior que permite esto, coger solamente la parte que me insinúa que algún día, espero cercano, me podré reunir con ella. 


5 comentarios:

Anónimo dijo...

una historia muy triste pero que le puede pasar a cualquiera desgraciadamente.....cuanto sufrimiento.

Anónimo dijo...

Afortunadamente, el relato es pura ficción. Y afortunadamente también, Eduardo es un escritor que sabe llegar al lector.

Anónimo dijo...

¿Cómo leer esto,sin que se escape una lágrima?

Anónimo dijo...

de verdad esto es ficción?????

Anónimo dijo...

la muerte de un hijo es el mayor dolor imaginable.... máxime cuando ese hijo aún es un ser inocente q se apaga ante la impotencia de sus padres... imposible no emocionarse sr. boxeador :´(